Traducción: Alishea85
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SECRETOS Y MENTIRAS
El oscuro príncipe estaba sentado a horcajadas sobre su negro corcel, con su capa de marta cibelina ondeando a la espalda. Un aro de oro le sujetaba los rizos rubios, el apuesto rostro aparecía helado con la furia de batalla y …
-Y su brazo parecía una berenjena – masculló Clary para sí, exasperada.
El dibujo no salía. Con un suspiro arrancó otra hoja más de su bloc de dibujo, la arrugó y la arrojó contra la pared naranja de su dormitorio. El suelo estaba ya repleto de bolas de papel desechadas, una señal inequívoca de que sus jugos creativos no fluían del modo que había esperado. Deseó por milésima vez poder ser un poco más como su madre. Todo lo que Jocelyn Fray dibujaba, pintaba o esbozaba era hermoso, y aparentemente realizado sin esfuerzo.
Se quitó los auriculares, interrumpiendo Stepping Razor en mitad de la canción, y se frotó las doloridas sienes. Sólo entonces se dio cuenta de que el potente y agudo sonido de un teléfono retumbaba por el apartamento. Arrojó el bloc de dibujo sobre la cama, se puso en pie de un salto y corrió a la salita, donde el rojo teléfono retro descansaba sobre una mesa cerca de la puerta principal.
-¿Clarissa Fray?
La voz al otro lado del teléfono sonaba familiar, aunque no inmediatamente identificable.
Clary retorció nerviosamente el cordón del teléfono alrededor del dedo.
-¿Sííí?
-Hola, soy uno de los gamberros con cuchillo que conociste anoche en el Pandemónium. Me temo que te causé una mala impresión y esperaba que me dieras la oportunidad de resarcirte …
-¡SIMON! –Clary mantuvo el teléfono alejado del oído mientras él soltaba una carcajada-. ¡No tiene gracia!
-Ya lo creo que la tiene. Simplemente no le ves el lado cómico.
-Estúpido. –Clary suspiró, recostándose en la pared-. No te estarías riendo de haber estado aquí cuando llegué a casa anoche.
-¿Por qué no?
-Mi madre. No le gustó que llegáramos tarde. Le dio un ataque. Fue desagradable.
-¿Qué? ¡No es culpa tuya que hubiera tráfico! –protestó Simon, que era el más joven de tres hermanos y tenía un sentido muy agudizado de la injusticia familiar.
-Ya, bueno, ella no lo ve de ese modo. La decepcioné, le fallé, hice que se preocupara, bla, bla, bla. Soy la cruz de su existencia –continuó ella, imitando la precisa fraseología de su madre y con sólo una leve punzada de culpabilidad.
-Así que, ¿estás castigada? –preguntó Simon, en un tono un poco demasiado alto.
Clary pudo oir el ruido sordo de voces detrás de él; personas que discutían entre sí.
-No lo sé aún –respondió-. Mi madre salió esta mañana con Luke, y todavía no han regresado. ¿Dónde estás tú, de todos modos? ¿En casa de Eric?
-Sí. Acabamos de terminar el ensayo.
Se oyó el batir de un platillo detrás de Simon. Clary se estremeció.
-Eric va a dar un recital de poesía en Java Jones esta noche –siguió Simon, mencionando una cafetería situada en la esquina donde vivía Clary, que en ocasiones ofrecía música en vivo por la noche-. Toda la banda acudirá para mostrarle su respaldo. ¿Quieres venir?
-Sí, de acuerdo. –Clary hizo una pausa, dando ansiosos tironcitos al cordón del teléfono-. Espera, no.
-¿Queréis callaros, chicos? –chilló Simon; el débil tono de su voz hizo que Clary sospechara que sostenía el teléfono apartado de la boca; al cabo de un segundo reanudó la conversación, con voz que sonó preocupada-. ¿Eso ha sido un sí o un no?
-No lo sé. –Clary se mordió el labio-. Mi madre sigue enfurecida conmigo por lo de anoche. No estoy segura de querer cabrearla pidiéndole un favor. Si voy a tener problemas, no quiero que sea por la asquerosa poesía de Eric.
-Vamos, no es tan mala –dijo Simon.
Eric vivía al aldo de Simon, y los dos muchachos se conocían de casi toda la vida. No eran íntimos del modo en que Simon y Clary lo eran, pero habían formado un grupo de rock al inicio del segundo año de secundaria, junto con los amigos de Eric: Matt y Kirk. Ensayaban religiosamente todas las semanas en el garaje de los padres de Eric.
-Además, no es un favor –añadió Simon-, es un certamen de poesía en la esquina del bloque que hay frente a tu casa. No es como si te estuviera invitando a una orgía en Hoboken. Tu madre puede venir contigo si quiere.
-¡ORGÍA EN HOBOKEN!
Oyó Clary que alguien chillaba, probablemente Eric. Se oyó el estrépito de otro platillo. Imaginó a su madre escuchando a Eric leer su poesía y se estremeció interiormente.
-No sé. Si aparecéis todos por aquí, creo que le dará algo.
-Entonces iré solo. Te recogeré y así vamos juntos y nos encontramos con el resto allí. A tu madre no le importará. Me adora.
Clary tuvo que echarse a reír.
-Una señal de su discutible buen gusto, si me lo preguntas.
-Nadie te lo ha preguntado.
Simon colgó en medio de gritos procedentes de sus compañeros de la banda.
Clary colgó el teléfono y echó un vistazo a la salita. Por todas partes había pruebas de las tendencias artísticas de Jocelyn, su madre, desde los cojines de terciopelo hechos a mano apilados sobre el sofá rojo oscuro, a las paredes llenas de cuadros cuidadosamente enmarcados, paisajes en su mayoría: las calles sinuosas del centro de Manhattan iluminadas con una luz dorada; escenas de Prospect Park en invierno, con los grises estanques bordeados de una fina puntilla de hielo blanco.
En la repisa sobre la chimenea había una foto enmarcada del padre de Clary. Un hombre rubio de aspecto meditabundo en uniforme militar, y con delatores trazos de arrugas de expresión en el rabillo de los ojos. Había sido un soldado condecorado por su servicio en el extranjero. Jocelyn tenía algunas de sus medallas en una cajita junto a la cama, aunque las medallas no sirvieron de nada cuando Jonathan Clark estrelló su coche contra un árbol a las afueras de Albany y murió incluso antes de que naciera su hija.
Tras su muerte, Jocelyn había vuelto a usar su nombre de soltera. Nunca hablaba del padre de Clary, pero guardaba la caja grabada con sus iniciales, J. C., junto a la cama. Con las medallas había una o dos fotografías, una alianza y un solitario mechón de cabello rubio. En ocasiones, Jocelyn sacaba la caja, la abría y sostenía el mechón de pelo con gran delicadeza antes de devolverlo a su sitio y cerrar de nuevo cuidadosamente la caja con llave.
El sonido de la llave al girar en la puerta principal sacó a Clary de su ensueño. A toda prisa, se dejó caer sobre el sofá e intentó dar la impresión de estar inmersa en uno de los libros en rústica que su madre había dejado apilados en la mesita auxiliar. Jocelyn concedía a la lectura la categoría de pasatiempo sagrado, y por lo general, no interrumpiría a Clary en plena lectura de un libro, ni siquiera para echarle una bronca.
La puerta se abrió con un golpazo. Era Luke, con los brazos llenos de lo que parecían enormes pedazos cuadrados de cartón. Cuando los depositó en el suelo, Clary vio que eran cajas, plegadas planas. Luke se enderezó y se volvió hacia ella con una sonrisa.
-Hola, ti…, hola, Luke –dijo ella.
Él le había pedido que dejara de llamarle tío Luke hacía cosa de un año, afirmando que le hacía sentirse viejo y pensar en La cabaña del tío Tom. Además, le había recordado con delicadeza que él no era en realidad su tío, sólo un amigo íntimo de su madre que la conocía de toda la vida.
-¿Dónde está mamá?
-Aparcando la furgoneta – respondió él, estirando el larguirucho cuerpo con un gemido.
Iba vestido con su uniforme habitual: vaqueros viejos, una camisa de franela y unas gafas con montura dorada que descansaban ladeadas sobre el caballete de la nariz.
-¿Podrías recordarme de nuevo por qué este edificio carece de montacargas?
-Porque es viejo y posee personalidad –repuso al momento, y Luke sonrió burlón-. ¿Para qué son esas cajas? –preguntó ella.
La sonrisa desapareció.
-Tu madre quiere empaquetar algunas cosas –contestó él, evitando su mirada.
-¿Qué cosas?
Él agitó la mano con aire disciplente.
-Cosas que hay por la casa y molestan. Ya sabes que ella nunca tira nada. ¿Qué estás haciendo? ¿Estudiar?
Le arrancó el libro de la mano y leyó en voz alta: “El mundo sigue estando repleto de esas variopintas criaturas a las que una filosofía más sobria ha desechado. Hadas y trasgos, fantasmas y demonios, todavía rondan por ahí…”
Bajó el libro y la miró por encima de las gafas.
-¿Es esto para la escuela?
-¿La rama dorada? No. La escuela no empieza hasta dentro de unas pocas semanas. –Clary le arrebató el libro-. Es de mamá.
-Ya me lo parecía.
Ella lo depositó otra vez sobre la mesa.
-¿Luke?
-¿Ajá? –Olvidado ya el libro, él estaba rebuscando en la caja de herramientas que había junto a la chimenea-. Ah, aquí está.
Sacó una pistola color naranja de cinta de embalar y la contempló con profunda satisfacción.
-¿Qué harías si vieras algo que nadie más puede ver?
La pistola de cinta de embalar cayó de la mano de Luke y golpeó las baldosas de la chimenea. Él se arrodilló para recogerla, sin mirar a la muchacha.
-¿Quieres decir si yo fuera el único testigo de un crimen, esa clase de cosa?
-No; me refiero a si hubiera otras personas cerca, pero tú fueras el único que pudiera ver algo. Como si eso fuera invisible para todo el mundo excepto tú.
Él vaciló, aún arrodillado, con la abollada pistola de cinta de embalar aferrada en la mano.
-Sé que parece una locura –comenzó Clary nerviosamente-, pero…
Él se volvió. Sus ojos, muy azules tras las gafas, se detuvieron en ella con una mirada de sólido afecto.
-Clary, eres una artista, como tu madre. Eso significa que ves el mundo de modo que otras personas no pueden. Es tu don, ver la belleza y el horror en esas corrientes. Pero no significa que estés loca…sólo que eres diferente. No hay nada malo en ser diferente.
Clary subió las piernas y apoyó la barbilla en las rodillas. Mentalmente vio el almacén, el látigo dorado de Isabelle, el muchacho de cabellos azules convulsionándose en los estertores de la muerte y los ojos leonados de Jace. Belleza y horror.
-De haber vivido mi padre -dijo-, ¿crees que también habría sido un artista?
Luke pareció desconcertado. Antes de que pudiera responderle, la puerta se abrió de golpe, y la madre de Clary entró muy tiesa en la habitación, con los tacones de las botas repiqueteando sobre el brillante suelo de madera. Entregó a Luke un juego de tintineantes llaves y se volvió para mirar a su hija.
Jocelyn Fray era una mujer esbelta y atlética; los cabellos, unos cuantos tonos más oscuros que los de Clary y el doble de largos. En esos momentos estaban retorcidos hacia arriba en un nudo rojo oscuro, atravesado con un lápiz de dibujo para mantenerlos sujetos. Llevaba un mono salpicado de pintura sobre una camiseta color azul lavanda y botas de excursión marrones, cuyas suelas estaban cubiertas de pintura al óleo.
La gente siempre decía a Clary que se parecía a su madre, pero ella no lo veía. Lo único que era parecido en ellas era la figura. Ambas eran delgadas, con el tórax pequeño y las caderas estrechas. Ella sabía que no era hermosa como lo era su madre. Para ser hermosa, se tenía que ser esbelta y alta, y cuando se era tan baja como Clary, apenas algo más de metro cincuenta, una sólo era mona. No guapa o hermosa, sino mona. Si a eso se añaden un cabello color zanahoria y una cara llena de pecas, Clary era más bien como aquella muñeca de trapo llamada Raggedy Ann comparada con la muñeca Barbie que era su madre.
Jocelyn incluso tenía un modo de andar tan gracioso que hacía que la gente volviera la cabeza para contemplarla pasar. Clary, por su parte, siempre andaba dando traspiés. La gente sólo se volvía para contemplarla cuando pasaba como una exhalación por su lado al caer por las escaleras.
-Gracias por subir las cajas –dijo la madre de Clary a Luke, y le sonrió.
Él no devolvió la sonrisa. A Clary se le hizo un nudo en el estómago. Era evidente que pasaba algo.
-Lamento haber tardado tanto en encontrar sitio. Debe de haber un millón de personas en el parque hoy…
-¿Mamá? –interrumpió Clary-. ¿Para qué son las cajas?
Jocelyn se mordió el labio. Luke movió veloz los ojos hacia Clary, instando en silencio a Jocelyn para que se acercara. Con un nervioso gesto de muñeca, ésta se puso un mechón de pelo tras la oreja y fue a reunirse con su hija en el sofá.
A tan poca distancia, Clary pudo ver el aspecto tan cansado que mostraba su madre. Había oscuras medias lunas bajo sus ojos, y los párpados aparecían nacarinos por falta de sueño.
-¿Tiene que ver esto con lo de anoche? –preguntó Clary.
-No –dijo rápidamente su madre, y luego vaciló-. Quizás un poco. No debiste hacer lo que hiciste anoche. Lo sabes perfectamente.
-Y ya he pedido perdón. ¿De qué va todo esto? Si me estás castigando, acaba de una vez.
-No te estoy castigando –respondió su madre.
Su voz sonó tensa como el alambre. Dirigió una rápida mirada a Luke, que negó con la cabeza.
-Simplemente díselo, Jocelyn –dijo éste.
-¿Podríais no hablar como si yo no estuviera aquí? –inquirió Clary, enojada-. ¿Y que quieres decir con que me diga? ¿Qué me diga que?
Jocelyn soltó un suspiro.
-Nos vamos de vacaciones.
Toda expresión desapareció del rostro de Luke, igual que un lienzo al que le han eliminado toda la pintura.
Clary sacudió la cabeza.
-¿De qué va todo esto? ¿Os vais de vacaciones? –Volvió a dejarse caer sobre los cojines-. No lo entiendo. ¿A que viene todo este numerito?
-Me parece que no lo entiendes. Me refiero a que nos vamos todos de vacaciones. Los tres: tu, yo y Luke. Nos vamos a la granja.
-Ah.
Clary echó una ojeada a Luke, pero este tenía los brazos cruzados sobre el pecho y miraba fijamente por la ventana, con la mandíbula muy apretada. Se preguntó que lo preocupaba. Él adoraba la vieja granja situada en el norte del estado de Nueva York; la había comprado y restaurado él mismo hacía diez años, e iba allí siempre que podía.
-¿Durante cuanto tiempo?
-El resto del verano –dijo Jocelyn-. Traje las cajas por si quieres embalar algunos libros, material de pintura…
-¿El resto del verano? –Clary se sentó muy tiesa, llena de indignación-. No puedo hacer eso, mamá. Tengo planes; Simon y yo íbamos a celebrar una fiesta de vuelta a la escuela, y tengo un montón de reuniones con mi grupo de arte, y diez clases más en Tisch…
-Lamento lo de Tisch. Pero las otras cosas se pueden cancelar. Simon lo comprenderá, y también lo hará tu grupo de arte.
Clary oyó la implacabilidad del tono de su madre y se dio cuenta de que hablaba en serio.
-¡Pero ya he pagado esas clases de arte! ¡Estuve ahorrando todo el año! Lo prometiste. –Se volvió en redondo hacia Luke-. ¡Díselo! ¡Dile que no es justo!
Luke no apartó la mirada de la ventana, aunque un músculo se movió violentamente en su mejilla.
-Es tu madre. Ella es quien debe decidir.
-No lo comprendo. –Clary se volvió hacia su madre-. ¿Por qué?
-Tengo que marcharme, Clary –respondió Jocelyn, y las comisuras de sus labios temblaron-. Necesito paz y tranquilidad para pintar. Y en estos momentos andamos escasas de dinero…
-Pues vende unas cuantas más de las cosas de papá –replicó ella con enojo-. Eso es lo que acostumbras a hacer, ¿no es cierto?
Jocelyn se echó hacia atrás.
-Eso no es justo.
-Mira, ve si quieres ir. No me importa. Me quedaré aquí sin ti. Puedo trabajar; puedo conseguir un empleo en Starbucks o algo así. Simon dijo que siempre están contratando a gente. Soy lo bastante mayor como para cuidar de mí misma…
-¡No! –La brusquedad en la voz de Jocelyn hizo dar un brinco a Clary-. Te devolveré el dinero de las clases de arte, Clary. Pero vas a venir con nosotros. No hay opción. Eres demasiado joven para quedarte aquí tu sola. Podría pasar algo.
-¿Cómo qué? ¿Qué podría pasar? –exigió ella.
Se oyó un estrépito. Volvió la cabeza sorprendida y vio que Luke había tirado unos de los cuadros enmarcados que estaban apoyados en la pared. Con una expresión claramente alterada, éste volvió a colocarlo en su lugar. Cuando se irguió, su boca estaba cerrada en una sombría línea.
-Me voy
Jocelyn se mordió el labio.
-Espera.
Corrió tras él hasta la entrada, alcanzándolo justo cuando cerraba la mano sobre el pomo de la puerta. Torciendo el cuerpo en el sofá, Clary consiguió apenas escuchar el apremiante susurro de su madre:
-… Bane –decía Jocelyn-. Le he estado llamando y llamando durante las últimas tres semanas. Su buzón de voz dice que está en Tanzania. ¿Qué se supone que debo hacer?
-Jocelyn –Luke sacudió la cabeza negativamente-, no puedes seguir acudiendo a él eternamente.
-Pero Clary…
-No es Jonathan –siseó Luke-. Nunca has sido la misma desde que sucedió, pero Clary no es Jonathan.
“¿Qué tiene que ver mi padre con todo esto?”, se preguntó Clary, desconcertada.
-No puedo limitarme a mantenerla en casa, a no dejarla salir. No lo soportará.
-¡Claro que no lo hará! –Luke sonó realmente enojado-. No es una mascota, es una adolescente. Casi una adulta.
-Si estuviéramos fuera de la ciudad…
-Habla con ella, Jocelyn. –La voz de Luke era firme-. Lo digo en serio. –Alargó la mano hacia el pomo.
La puerta se abrió de golpe. Jocelyn soltó un pequeño grito.
-¡Jesús! –exclamó Luke.
-En realidad, soy solo yo –dijo Simon-. Aunque me han dicho que el parecido es sorprendente. –Agitó la mano en dirección a Clary desde la entrada-. ¿Estás lista?
Jocelyn se apartó la mano de la boca.
-Simon, ¿estabas escuchando?
Simon pestañeó.
-No, acabo de llegar. –Pasó la mirada del rostro pálido de Jocelyn al rostro sombrío de Luke-. ¿Sucede algo? ¿Debería irme?
-No te molestes –dijo Luke-. Creo que hemos acabado aquí.
Se abrió paso junto a Simon, bajando ruidosamente las escaleras con ritmo rápido. Abajo, la puerta de la calle se cerró de un portazo.
Simon permaneció en la entrada, con aspecto indeciso.
-Puedo regresar más tarde –dijo-. De verdad. No sería ningún problema.
-Eso podría… -empezó Jocelyn, pero Clary estaba ya de pie.
-Olvídalo, Simon. Nos vamos –declaró, agarrando su bolsa mensajero de un gancho situado cerca de la puerta.
Se la colgó al hombro dirigiendo una mirada desafiante a su madre.
-Nos vemos luego, mamá.
Jocelyn se mordió el labio.
-Clary, ¿no crees que deberíamos hablar sobre esto?
-Tendremos muchísimo tiempo para hablar mientras estemos de “vacaciones” -repuso ella en tono sarcástico, y tuvo la satisfacción de ver cómo su madre se estremecía-. No me esperes levantada –añadió, y agarrando el brazo de Simon, medio arrastró al joven fuera de la puerta principal.
Éste clavó los talones, mirando contrito por encima del hombro a la madre de Clary, que permanecía inmóvil, pequeña y desamparada, en la entrada, con las manos fuertemente enlazadas.
-¡Adiós, señora Fray! –se despidió-. ¡Que pase una buena noche!
-Ah, cállate, Simon –le espetó Clary, y cerró la puerta de golpe tras ellos, interrumpiendo la respuesta de su madre.
-Jesús, tía, no me arranques el brazo –protestó Simon mientras Clary tiraba de él escaleras abajo, sus Skechers verdes golpeando los peldaños de madera con cada furioso paso.
La muchacha echó una ojeada a lo alto, medio esperando ver a su madre contemplándoles enfurecida desde el descansillo, pero la puerta del apartamento permaneció cerrada.
-Lo siento –masculló Clary, soltándole la muñeca.
Se detuvo al pie de las escaleras, con la bolsa golpeándole la cadera.
La casa de piedra rojiza de Clary, como la mayoría en Park Slope, había sido en el pasado la residencia individual de una familia acaudalada y restos de su antiguo esplendor resultaban aún evidentes en la escalinata curva, el suelo de mármol desportillado de la entrada y la amplia claraboya de un solo cristal de lo alto. En la actualidad, la casa estaba dividida en apartamentos separados, y Clary y su madre compartían el edificio de tres plantas con otra inquilina en la planta baja, una anciana que tenía una consulta de vidente en su apartamento. Apenas salía de él, aunque las visitas de clientes eran poco frecuentes. Una placa dorada sujeta a la puerta la anunciaba como “MADAME DOROTHEA, VIDENTE Y PROFETISA”.
El espeso humo dulzón del incienso se derramaba desde la puerta entreabierta al vestíbulo.
-Es agradable ver que su negocio va viento en popa –comentó Simon-. Estos días es difícil encontrar trabajo estable como profeta.
-¿Tienes que ser sarcástico respecto a todo? –le dijo Clary en tono brusco.
Simon pestañeó, claramente sorprendido.
-Pensaba que te gustaba cuando me mostraba agudo e irónico.
Clary estaba a punto de responder cuando la puerta de madame Dorothea se abrió de par en par y un hombre salió por ella. Era alto, con la tez del color del jarabe de arce, ojos de un dorado verdoso como los de un gato y cabellos enmarañados. Le dedicó una sonrisa deslumbrante, mostrando unos afilados dientes blancos.
Un vahído se apoderó de ella, proporcionándole la clara sensación de que iba a desmayarse.
Simon la miró con inquietud.
-¿Te encuentras bien? Parecía como si fueras a perder el conocimiento.
Ella le miró parpadeando.
-¿Qué? No, estoy perfectamente.
Él no pareció querer abandonar el tema.
-Parece como si acabaras de ver un fantasma.
Clary negó con la cabeza. El recuerdo de haber visto algo la incordiaba, pero cuando intentó concentrarse, se le escapó igual que agua entre los dedos.
-Nada, me pareció ver el gato de Dorothea, pero supongo que sólo fue la luz que me engañó. –Simon la miró fijamente-. No he comido nada desde ayer –añadió ella, poniéndose a la defensiva-. Imagino que estoy un poco fuera de combate.
Él le deslizo un reconfortante brazo sobre los hombros.
-Vamos, te invitaré a comer algo.
-Simplemente no puedo creer que esté actuando así –dijo Clary por cuarta vez, persiguiendo por el plato un poco de guacamole errante con la punta de un nacho.
Estaban en un local mexicano del barrio, un cuchitril llamado Mama Nacho.
-Como si castigarme una semana sí otra no, no fuera bastante malo. Ahora estaré exiliada durante el resto del verano.
-Bueno, ya lo sabes, tú madre se pone así de vez en cuando –repuso Simon-. Como cuando aspira o espira. –Le sonrió de oreja a oreja desde detrás de su burrito vegetariano.
-Vale, tú puedes actuar como si fuera divertido –dijo ella-. No es a ti a quien van a arrastrar en medio de ninguna parte durante Dios sabe cuánto tiempo…
-Clary –Simon interrumpió su diatriba-, yo no soy la persona con la que estás furiosa. Además, no va a ser permanente.
-¿Cómo lo sabes?
-Bueno, porque conozco a tu madre –respondió él, tras una pausa-. Quiero decir, tú y yo hemos sido amigos durante cuánto, ¿diez años ya? Sé que se pone así a veces. Se lo pensará mejor.
Clary tomó un chile de su plato y mordisqueó el borde, meditabunda.
-¿Es eso cierto? –preguntó-. ¿Lo de conocerla, quiero decir? A veces me pregunto si alguien lo hace.
-Ahí me he perdido –repuso él, mirándola con un pestañeo.
Clary aspiró aire para refrescarse la ardiente boca.
-Quiero decir que nunca habla sobre sí misma. No se nada sobre su infancia o su familia, ni demasiado de cómo conoció a mi padre. Ni siquiera tiene fotos de la boda. Es como si su vida empezara cuando me tuvo a mi. Eso es lo que siempre dice cuando le pregunto.
-Ah –Simon le hizo una mueca-, eso es bonito.
-No, no lo es. Es raro. Es raro que yo no sepa nada sobre mis abuelos. Quiero decir, sé que los padres de mi padre no fueron amables con ella, pero ¿tan malos son? ¿Qué clase de gente no quiere conocer a su nieta?
-Quizás ella los odia. Tal vez fueron groseros o algo así –sugirió Simon-. Tiene esas cicatrices.
Clary le miró sorprendida.
-¿Tiene qué?
Él tragó un bocado de burrito.
-Esas cicatrices pequeñas y finas. Por toda la espalda y los brazos. He visto a tu madre en bañador, ya lo sabes.
-Jamás me he fijado en que tuviera cicatrices –repuso ella con seguridad-. Creo que imaginas cosas.
Él la miró fijamente, y parecía a punto de decir algo cuando el teléfono móvil de Clary, enterrado en su bolsa, empezó a sonar estridentemente. Clary lo sacó, contempló los números que parpadeaban en la pantalla e hizo una mueca.
-Es mi madre.
-Me he dado cuenta por la expresión de tu cara. ¿Vas a hablar con ella?
-No en estos momentos –contestó ella, sintiendo el familiar mordisco de culpabilidad en el estómago, mientras el teléfono dejaba de sonar y se ponía en marcha el buzón de voz-. No quiero pelearme con ella.
-Siempre puedes quedarte en mi casa –ofreció Simon-. Todo el tiempo que quieras.
-Bueno, veremos si se tranquiliza primero.
Clary pulsó el botón del buzón de voz de su móvil. La voz de su madre sonó tensa, pero estaba claro que intentaba mostrarse desenfadada: “Cariño, lamento haberte soltado de sopetón los planes para ir de vacaciones. Ven a casa y charlaremos”. Clary cortó la comunicación antes de que finalizara el mensaje, sintiéndose aún más culpable y al mismo tiempo todavía enojada.
-Quiere hablar.
-¿Quieres hablar con ella?
-No lo sé. –Clary se pasó el dorso de la mano por los ojos-. ¿Todavía vas a ir al recital poético?
-Prometí que lo haría.
Clary se puso en pie, empujando la silla hacia atrás.
-Entonces iré contigo. La llamaré cuando acabe.
La correa de la bolsa de mensajero le resbaló por el brazo, y Simon se la volvió a subir distraídamente, dejando que los dedos se entretuvieran sobre la piel desnuda de su hombro.
En el exterior, el aire resultaba esponjoso debido a la humedad, humedad que rizaba los cabellos de Clary y le pegaba a Simon la camiseta azul a la espalda.
-Y bien, ¿cómo le va al grupo? –preguntó ella-. ¿Algo nuevo? Se oían muchos gritos de fondo cuando hablé contigo antes.
El rostro de su amigo se iluminó.
-Las cosas van la mar de bien –respondió-. Matt dice que conoce a alguien que podría conseguirnos una actuación en el Scrap Bar. Estamos buscando nombres otra vez.
-¿Sí? –Clary ocultó una sonrisa.
En realidad, el grupo de Simon nunca tocaba nada. La mayor parte del tiempo lo pasaban en la salita de Simon, discutiendo sobre nombres y logotipos potenciales para el grupo. En ocasiones, Clary se preguntaba si alguno de ellos realmente sabía tocar un instrumento.
-¿Qué hay sobre la mesa?
-Estamos eligiendo entre Conspiración Vegetal Marina y Panda Inmutable.
Clary meneó la cabeza.
-Los dos son terribles.
-Eric sugirió Tumbonas en Crisis.
-Tal vez Eric debería seguir con los videojuegos.
-Pero entonces tendríamos que encontrar un nuevo batería.
-Ah, ¿es eso lo que hace Eric? Pensaba que se limitaba a gorrearos dinero y a tratar de impresionar a las chicas de la escuela diciendo que pertenece a un grupo.
-Nada de eso –respondió Simon con toda tranquilidad-. Eric se ha reformado. Tiene una novia. Llevan tres meses saliendo.
-Prácticamente casados –dijo Clary, rodeando a una pareja que empujaba a una criatura en una sillita: una niña pequeña con pasadores de plástico amarillo en el cabello, que tenía agarrada firmemente un hada de juguete con alas color zafiro con listas doradas.
Pro el rabillo del ojo, a Clary le pareció ver moverse las alas. Volvió la cabeza a toda velocidad.
-Lo que significa –continuó Simon-, que soy el único miembro del grupo que no tiene novia. Lo que, como ya sabes, es precisamente lo que se pretende al estar en un grupo. Conquistar a las chicas.
-Pensaba que se trataba de la música.
Un hombre con un bastón se cruzó en su paso, encaminándose a la calle Berkeley- Clary desvió rápidamente la vista, temiendo que si miraba a alguien durante demasiado tiempo, le crecerían alas, brazos extras o largas lenguas bífidas como las de las serpientes.
-De todos modos ¿a quién le importa si tienes una novia?
-A mí me importa –respondió Simon con melancolía-. Muy pronto, las únicas personas que no tendrán novia seremos yo y Wendell, el conserje de la escuela. Y él huele a limpiacristales.
-Siempre estará Sheila “Tanga” Barbarino –sugirió Clary.
Clary se había sentado detrás de ella en clase de matemáticas de noveno, y cada vez que a Sheila se le había caído el lápiz, lo que sucedía a menudo, Clary había disfrutado de una vista de la ropa interior de Sheila subiendo por encima de la cinturilla de sus vaqueros superbajos.
-es con ella con quien Eric lleva saliendo los últimos tres meses –repuso Simon-. Su consejo fue que simplemente debía decidir qué chica de la escuela tenía el cuerpo más rocanrolero y pedirle para salir el primer día de clase.
-Eric es un cerdo sexista –afirmó Clary, no deseando, de repente, saber qué chica de la escuela pensaba Simon que tenía el cuerpo más rocanrolero-. Quizá deberíais llamar al grupo Los cerdos sexistas.
-No suena mal.
Simon no parecía haberse inmutado. Clary le hizo una mueca mientras su bolsa vibraba bajo la estridente melodía de su teléfono.
Lo sacó del bolsillo con cremallera.
-¿Es tu madre otra vez? –preguntó él.
Clary asintió. Veía a su madre mentalmente, pequeña y sola en la entrada de su apartamento. La sensación de culpabilidad le llenó el pecho.
Alzó la mirada hacia Simon, que la contemplaba con los ojos sombríos de preocupación. Su rostro le era tan familiar que podría haberlo bosquejado dormida. Pensó en las solitarias semanas que se extendían ante ella sin él, y volvió a meter el móvil en el bolso.
-Vamos –dijo-. Llegaremos tarde al espectáculo.
3
CAZADOR DE SOMBRAS
Para cuando llegaron a Java Jones, Eric ya estaba en el escenario, balanceándose de un lado a otro frente al micrófono, con los ojos bizqueando. Se había teñido las puntas de los cabellos de rosa para la ocasión. Detrás de él, Matt, con aspecto de estar como una cuba, golpeaba irregularmente un djembé.
-Esto va a ser una auténtica porquería –pronosticó Clary, y agarró a Simon de la manga, tirando de él hacia la puerta-. Si salimos huyendo, todavía podemos escapar.
Él movió negativamente la cabeza con determinación.
-Soy un hombre de palabra. –Cuadró los hombros-. Traeré el café si tú nos consigues un asiento. ¿Qué quieres?
-Café solo. Negro… como mi alma.
Simon se dirigió al mostrador, mascullando por lo bajo algo respecto a que era muchísimo mejor lo que hacía él ahora que lo que había hecho nunca antes. Clary fue en busca de asientos para ambos.
La cafetería estaba atestada para ser un lunes; la mayoría de los desgastados sofás y sillones estaban ocupados por adolescentes que disfrutaban de una noche libre entre semana. El olor a café y a cigarrillos de clavo era abrumador. Por fin, Clary encontró un sofá desocupado en un rincón oscuro del fondo. La única otra persona en las proximidades era una muchacha rubia con una camiseta naranja sin mangas, jugando absorta con su iPod.
“Estupendo –pensó Clary-. Eric no podrá localizarnos aquí atrás después de la actuación para preguntar qué tal nos pareció su poesía.”
La chica rubia se inclinó por encima del lateral de su silla y le dio un golpecito a Clary en el hombro.
-Perdona –Clary alzó la mirada sorprendida-, ¿es ése tu novio? –preguntó la muchacha.
Clary siguió la dirección de la mirada de la chica, preparada ya para decir: “No, no lo conozco”, cuando reparó en que la chica se refería a Simon, que se dirigía hacia ellas, con el rostro contraído en una expresión concentrada, mientras intentaba no dejar caer ninguno de los vasos de poliestireno.
-Uh, no –respondió Clary-, es un amigo.
La chica sonrió ampliamente.
-Es mono. ¿Tiene novia?
Clary vaciló ligeramente antes de responder.
-No.
La muchacha adoptó una expresión suspicaz.
-¿Es gay?
El regreso de Simon ahorró a Clary tener que responder. La chica rubia se volvió a sentar apresuradamente mientras él depositaba los vasos en la mesa y se dejaba caer junto a Clary.
-No lo soporto cuando se quedan sin tazas. Esas cosas están ardiendo.
Se sopló los dedos y puso cara de pocos amigos. Clary intentó ocultar una sonrisa mientras le observaba. Por lo general, no pensaba en si Simon era guapo o no. Tenía unos bonitos ojos oscuros, supuso, y el cuerpo se le había rellenado bien en el transcurso del año anterior y parte del otro. Con el corte de pelo adecuado…
-Me estas mirando fijamente –dijo Simon-. ¿Por qué me estás mirando fijamente? ¿Tengo algo en la cara?
“Debería decírselo –pensó Clary, aunque una parte de ella se mostraba extrañamente reacia a hacerlo-. Sería una mala amiga si no lo hiciera.”
-No mires ahora, pero esa chica rubia de ahí cree que eres mono –susurró.
Los ojos de Simon se movieron lateralmente para contemplar con atención a la muchacha, que estudiaba con aplicación un ejemplar de Shonen Jump.
-¿La chica del top naranja?
Clary asintió.
_¿Qué te hace pensar eso? –preguntó Simon, desconfiado.
“Díselo. Va, díselo.”
Clary abrió la boca para responder, y fue interrumpida por un fuerte pitido de los bafles. Hizo una mueca de dolor y se tapó los oidos, mientras Eric, en el escenario, forcejeaba con el micrófono.
-¡Lo siento, chicos! Chilló éste-. Muy bien. Soy Eric, y éste es mi colega Matt a la batería. Mi primer poema se llama “Sin titulo”. –Crispó la cara como si sintiera dolor, y gimió al micrófono-: ¡Ven mi falso gigante, mi nefando bajo vientre! ¡Unta toda protuberancia con árido celo!
Simon se deslizó hacia abajo en su asiento.
-Por favor no digas a nadie que le conozco.
Clary lanzó una risita.
-¿Quién usa la palabra “bajo vientre”?
-Eric –respondió Simon, sombrío-. Todos sus poemas tienen bajos vientres en ellos.
-¡Turgente es mi tormento! –gimió Eric-. ¡La zozobra crece en el interior!
-Puedes apostar a que sí –repuso Clary, y se deslizó hacia abajo en el asiento junto a Simon-. De todos modos, sobre la chica que piensa que eres mono…
-No te preocupes por eso ni un segundo –le cortó él, y Clary le miró con un pestañeo sorprendido-. Hay algo de lo que quería hablarte.
-Topo Furioso no es un buen nombre para un grupo –dijo inmediatamente ella.
-No es eso –repuso Simon-. Es sobre lo que estábamos hablando antes. Sobre lo de que no tengo novia.
-Ah. –Clary alzó un hombro en un gesto de indiferencia-. Vaya, no sé. Pide a Jaida Jones que salga contigo –sugirió, nombrando a una de las pocas chicas de San Javier que de verdad le caían bien-. Es agradable, y le gustas.
-No quiero pedirle a Jaida Jones que salga conmigo.
-¿Por qué no? –Clary se encontró atenazada por un repentino e indeterminado rencor-. ¿No te gustan las chicas listas? ¿Todavía buscas un cuerpo rocanroleante?
-Ninguna de las dos cosas –respondió él, que parecía agitado-. No quiero pedirle para salir porque en realidad no sería justo para ella que lo hiciera…
Sus palabras se apagaron. Clary se inclinó al frente. Por el rabillo del ojo pudo ver cómo la chica rubia se inclinaba también al frente, escuchando, sin lugar a dudas.
-¿Por qué no?
-Porque me gusta otra persona –contestó Simon.
-De acuerdo.
Simon estaba ligeramente verdoso, igual que lo había estado en una ocasión cuando se rompió el tobillo jugando a fútbol en el parque y tuvo que regresar a casa cojeando sobre él. Clary se preguntó que demonios había en el hecho de que le gustara alguien para colocarle en tal insoportable estado de ansiedad.
-No eres gay, ¿verdad?
El color verdoso de Simon se intensificó.
-Si lo fuera, vestiría mejor.
-En ese caso, ¿quién es? –preguntó Clary.
Estaba a punto de añadir que si estaba enamorado de Sheila Barbarino, Eric le patearía el culo, cuando oyó que alguien tosía sonoramente a su espalda. Era una clase de tos burlona, la clase de sonido que alguien emitiría si intentaba no reír en voz alta.
Volvió la cabeza.
Sentado en un descolorido sofá verde, a unos pocos centímetros de ella, estaba Jace. Llevaba puestas las mismas ropas oscuras que lucía la noche anterior en el club. Los brazos estaban desnudos y cubiertos de tenues líneas blancas, como si fueran viejas cicatrices. En las muñecas llevaba amplias pulseras de metal; Clary distinguió el mango de hueso de un cuchillo sobresaliendo de la izquierda. Él la miraba directamente, con un lado de la estrecha boca curvado en una expresión divertida. Peor que la sensación de que se rieran de ella, era la absoluta convicción de Clary de que él no había estado sentado allí cinco minutos atrás.
-¿Qué sucede?
Simon había seguido la dirección de su mirada, pero era evidente por su rostro inexpresivo, que no podía ver a Jace.
“Pero yo te veo.”
Clary clavó la mirada en Jace mientras lo pensaba, y éste alzó la mano izquierda para saludarla. Un anillo centelleó en un delgado dedo. El joven se puso en pie y empezó a caminar, pausadamente, hacia la puerta. Los labios de Clary se separaron con expresión sorprendida. Se marchaba, tantranquilo.
Notó la mano de Simon, en el brazo. Pronunciaba su nombre, le preguntaba si sucedía algo. La voz del chico sonaba ajena.
-Volveré enseguida –se oyó decir, mientras se levantaba del sofá de un salto, casi olvidando dejar la taza de café en la mesa.
Salió corriendo hacia la puerta, mientras Simon la seguía atónito con la mirada.
Clary atravesó precipitadamente las puertas, aterrada por la idea de que Jace pudiera haberse desvanecido entre las sombras del callejón, como un fantasma. Pero estaba allí, repantingado contra la pared. Había sacado algo del bolsillo y pulsaba botones en ello. Alzó la mirada sorprendido cuando la puerta de la cafetería se cerró violentamente tras ella.
A la luz cada vez más crepuscular, su cabello parecía de un dorado cobrizo.
-La poesía de tu amigo es terrible –dijo.
Clary pestañeó, momentáneamente cogida por sorpresa.
-¿Cómo?
-He dicho que su poesía es terrible. Suena como si se hubiera comido un diccionario y empezado a vomitar palabras al azar.
-No me importa la poesía de Eric. –Clary estaba furiosa-. Quiero saber por qué me estás siguiendo.
-¿Quién ha dicho que te esté siguiendo?
-Buen intento. Y estabas escuchando disimuladamente, además. ¿Quieres contarme de que va todo esto, o debería simplemente llamar a la policía?
-¿Y decirles qué? –replicó Jace en tono mordaz-. ¿Qué gente invisible te está molestando? Confía en mí, pequeña, la policía no arrestará a alguien que no puede ver.
-Ya te dije antes que mi nombre no es pequeña –masculló ella entre dientes-. Es Clary.
-Lo sé –repuso él-. Un nombre bonito. Como la hierba, la salvia sclarea o clary. En los viejos tiempos, la gente pensaba que comerse las semillas permitía ver a los seres mágicos. ¿Sabías eso?
-No tengo ni idea de qué estás hablando.
-No sabes gran cosa, ¿verdad? –preguntó él, y había un perezoso desdén en sus ojos dorados-. Pareces ser un mundano como cualquier otro mundano, sin embargo puedes verme. Parece un acertijo.
-¿Qué es un mundano?
-Alguien del mundo humano. Alguien como tú.
-Pero tú eres humano –afirmó Clary.
-Lo soy –repuso él-. Pero no soy como tú.
No había ningún deje defensivo en su voz. Sonó como si no le importara si le creía o no.
-Te crees que eres mejor. Es por eso que te estabas riendo de nosotros.
-Me reía de vosotros porque las declaraciones de amor me divierten, en especial cuando no son correspondidas –explicó él-. Y porque tu Simon es uno de los mundanos más mundanos con los que me he tropezado jamás. Y porque Hodge pensó que podrías ser peligrosa, pero si lo eres, desde luego no lo sabes.
-¿Yo, peligrosa? Repitió Clary, estupefacta-. Te vi matar a alguien anoche. Te vi hundirle un cuchillo bajo las costillas, y…
“Y vi cómo él te hería con dedos que eran como cuchillas. Te vi sangrando, y ahora parece como si nada te hubiera tocado.”
-Quizá sea un asesino –dijo Jace-, pero sé lo que soy. ¿Puedes tú decir lo mismo?
-Soy un ser humano corriente, tal y como dijiste. ¿Quién es Hodge?
-Mi tutor. Y yo no me tildaría tan rápidamente de corriente, si fuera tú. –Se inclinó al frente-. Deja que te vea la mano derecha.
-¿Mi mano derecha? –repitió ella, y él asintió-. ¿Si te enseño la mano, me dejarás tranquila?
-Desde luego.
Su voz dejó traslucir un deje divertido.
Ella extendió la mano derecha de mala gana. Tenía un aspecto pálido bajo la tenue luz que se derramaba desde las ventanas, con los nudillos salpicados por una leve capa de pecas. De algún modo, se sintió tan desprotegida como si se estuviera levantando la camisa y le mostrara el pecho desnudo.
-Nada. –La voz del muchacho sonó decepcionada-. No eres zurda, ¿verdad?
-No. ¿Por qué?
Él le soltó la mano con un encogimiento de hombros.
-A la mayoría de niños cazadores de sombras los marcan en la mano derecha… o en la izquierda, si son zurdos como yo…, cuando aún son pequeños. Es una runa permanente que presta una habilidad extra con armas.
Le mostró el dorso de su mano izquierda; a ella le pareció totalmente normal.
-No veo nada –dijo.
-Deja que tu mente se relaje –sugirió él-. Aguarda a que venga a ti. Como si aguardases a que algo se elevara a la superficie del agua.
-Estás loco.
Pero se relajó, fijando la mirada en la mano, contemplando las diminutas líneas sobre los nudillos, las largas articulaciones de los dedos…
Le saltó a la vista de improviso, centelleando como una señal de NO CRUZAR. Un dibujo negro parecido a un ojo. Parpadeó, y el dibujo se desvaneció.
-¿Un tatuaje?
Él sonrió con aire de suficiencia y bajó la mano.
-Estaba seguro de que podrías hacerlo. Y no es un tatuaje… es una Marca. Son runas, marcadas a fuego en nuestra carne.
-¿Hacen que manejes mejor las armas?
A Clary le resultó difícil de creer, aunque quizá no más difícil que creer en la existencia de zombies.
-Marcas distintas hacen cosas distintas. Algunas son permanentes, pero la mayoría se desvanece cuando han sido usadas.
-¿Es por eso que hoy no tienes los brazos pintados? –preguntó ella-. ¿Incluso cuando me concentro?
-Ése es exactamente el motivo. –Sonó satisfecho consigo mismo-. Sabía que poseías la Visión, al menos. –Echó una ojeada al cielo-. Casi ha oscurecido por completo. Deberíamos irnos.
-¿Deberíamos? Creía que ibas a dejarme tranquila.
-Te he mentido –respondió Jace sin una pizca de vergüenza-. Hodge dijo que debo llevarte al Instituto. Quiere hablar contigo.
-¿Por qué iba a querer hablar conmigo?
-Porque ahora sabes la verdad –respondió Jace-. No ha existido un mundano que conociera nuestra existencia durante al menos cien años.
-¿Nuestra existencia? –repitió ella-. Te refieres a la de gente como tú. A gente que cree en demonios.
-A gente que los mata –corrigió Jace-. Somos los cazadores de sombras. Al menos, eso es lo que nos llamamos a nosotros mismos. Los subterráneos tienen nombres menos halagüeños para nosotros.
-¿Subterráneos?
-los Hijos de la Noche. Los brujos. Los duendes. Los seres mágicos de esta dimensión.
Clary sacudió la cabeza.
-No te detengas ahí. Supongo que también hay, digamos: ¿vampiros, hombres lobo y zombies?
-Desde luego que los hay –le informó Jace-. Aunque los zombies los encuentras en su mayoría más al sur, donde están los sacerdotes del voudun.
-¿Qué hay de las momias? ¿Sólo andan por Egipto?
-No seas ridícula. Nadie cree en momias.
-¿Nadie cree?
-Por supuesto que no –afirmó Jace-. Mira, Hodge te explicará todo esto cuando le veas.
Clary cruzó los brazos sobre el pecho.
-¿Qué sucede si no quiero verle?
-Ése es tu problema. Puedes venir voluntariamente o a la fuerza.
Clary no podía creer lo que oía.
-¿Estas amenazando con secuestrarme?
-Si quieres verlo de ese modo –dijo Jace-, sí.
Clary abrió la boca para protestar, pero la interrumpió un estridente zumbido. Su móvil volvía a sonar.
-Adelante, responde si quieres –indicó Jace con magnanimidad.
El teléfono dejó de sonar, luego volvió a empezar, fuerte e insistente. Clary frunció el cejo; su madre debía de estar realmente furiosa.
Le dio la espalda a medias a Jace y empezó a rebuscar en el bolso. Para cuando consiguió desenterrarlo, el móvil iba ya por la tercera tanda de timbrazos. Se lo acercó a la oreja.
-¿Mamá?
-Ah, Clary. Vaya, gracias a Dios. –Una penetrante sensación de alarma recorrió la columna vertebral de la muchacha; su madre parecía presa del pánico-. Escúchame…
-Todo va bien, mamá. Estoy perfectamente. Voy de camino a casa…
-¡No! –El terror hizo chirriar la voz de Jocelyn-. ¡No vengas a casa! ¿Me entiendes, Clary? Ni se te ocurra venir a casa. Ve a casa de Simon. Ve directamente a casa de Simon y quédate ahí hasta que pueda…
Un ruido de fondo la interrumpió: el sonido de algo que caía, que se hacía añicos, algo pesado golpeando el suelo…
-¡Mamá! –gritó Clary en el teléfono-. ¿Mamá, estás bien?
Del teléfono surgió un fuerte zumbido, y la voz de la madre de Clary se abrió paso a través de la estática.
-Sólo prométeme que no vendrás a casa. Ve a casa de Simon y llama a Luke… dile que me ha encontrado…
Sus palabras quedaron ahogadas por un fuerte estrépito parecido al de la madera al astillarse.
-¿Quién te ha encontrado? Mamá, ¿has llamado a la policía? ¿Lo has hecho…?
Su desesperada pregunta quedó interrumpida por un sonido que Clary jamás olvidaría: un discordante sonido deslizante, seguido por un golpe sordo. Oyó cómo su madre aspiraba con fuerza.
-Te quiero, Clary –le oyó decir, con voz inquietantemente tranquila.
El teléfono se desconectó.
-¡Mamá! –aulló Clary al teléfono-. ¿Mamá, estás ahí?
“Fin de la llamada”, apareció en la pantalla. Pero ¿por qué habría colgado su madre de aquel modo?
-Clary –dijo Jace, y fue la primera vez que le oyó decir su nombre-. ¿Qué sucede?
Clary hizo caso omiso de él. Oprimió febrilmente el botón que marcaba el número de su casa. No hubo respuesta, aparte del doble tono que indicaba que estaba comunicando.
Las manos de Clary habían empezado a temblar de un modo incontrolable. Cuando intentó volver a marcar, el teléfono se le resbaló de la temblorosa mano y golpeó violentamente contra la acera. Se dejó caer de rodillas para recuperarlo, pero ya no funcionaba, había una larga raja bien visible sobre la parte frontal.
-¡Maldita sea!
Casi llorando, arrojó el teléfono al suelo.
-Para de una vez. –Jace tiró de ella para incorporarla, agarrándola por la muñeca-. ¿Ha sucedido algo?
-Dame tu teléfono –dijo Clary, extrayendo inobjeto oblongo de metal negro del bolsillo de la camisa de Jace-. Tengo que…
-No es un teléfono –repuso Jace, sin hacer el menor intento de recuperarlo-. Es un sensor. No podrás utilizarlo.
-¡Pero necesito llamar a la policía!
-Primero dime lo que ha sucedido. –Ella intentó liberar violentamente la muñeca, pero él la asía con una fuerza increíble-. Puedo ayudarte.
La cólera inundó a Clary, como una marea ardiente recorriéndole las venas. Sin siquiera pensar en lo que hacía, le golpeó en la cara, arañándole la mejilla, y él se echó hacia atrás sorprendido. Clary se soltó y corrió hacia las luces de la Séptima Avenida.
Cuando alcanzó la calle, se volvió en redondo, medio esperando ver a Jace pisándole los talones. Pero el callejón estaba vacío. Por un momento, clavó la mirada, indecisa, en las sombras. Nada se movía en su interior. Se volvió de nuevo y corrió hacia su casa.
4
RAPIÑADOR
La noche se había vuelto aún más calurosa y correr a casa fue como nadar a toda velocidad en sopa hirviendo. En la esquina de su bloque, Clary se vio atrapada por un semáforo rojo. Se removió nerviosamente arriba y abajo sobre las puntas de los pies, mientras el tráfico pasaba zumbando en una masa borrosa de faros. Intentó volver a llamar a su casa, pero Jace no le había mentido: su teléfono no era un teléfono. Al menos no se parecía a ningún teléfono que Clary hubiese visto antes. Los botones del sensor no tenían números, sólo más de aquellos símbolos extravagantes, y no había pantalla.
Mientras trotaba calle arriba en dirección a su casa, vio que las ventanas del segundo piso estaban iluminadas, la acostumbrada señal de que su madre estaba en casa.
“Estupendo –se dijo-. Todo está bien.”
Pero sintió un nudo en el estómago en cuanto pisó la entrada. La luz del techo se había fundido, y el vestíbulo estaba a oscuras. Las sombras parecían llenas de movimientos clandestinos. Con un estremecimiento, empezó a subir la escalera.
-¿Y a dónde crees que vas? –dijo una voz.
Clary se volvió.
-¿Qué…?
Se interrumpió. Sus ojos se estaban ajustando a la penumbra, y podía distinguir la forma de un sillón enorme, colocado frente a la puerta cerrada de madame Dorothea. La anciana estaba encajada en su interior como un cojín demasiado relleno. En la penumbra, Clary sólo distinguió la forma redonda del rostro empolvado, el abanico de encaje blanco en la mano y la abertura de la boca cuando habló.
-Tu madre –dijo Dorothea-, ha estado haciendo un buen barullo ahí arriba. ¿Qué está haciendo? ¿Moviendo muebles?
-No creo…
-Y la luz de la escalera se ha fundido, ¿te has dado cuenta? –Dorothea golpeteó el brazo del asiento con el abanico-. ¿No puede hacer tu madre que su novio la cambie?
-Luke no es…
-La claraboya también necesita que la laven. Está asquerosa. No me sorprende que esto esté casi tan oscuro como la boca del lobo.
“Luke NO es el casero”, quiso decirle Clary, pero no lo hizo.
Aquello era típico de su anciana vecina. Una vez que consiguiera que Luke pasara por allí y cambiara la bombilla, le pediría que hiciera un centenar de otras cosas: ir a recogerle la compra, limpiar la ducha. En una ocasión le había hecho hacer pedazos un viejo sofá con un hacha para poderlo sacar del apartamento sin tener que desmontar la puerta de sus goznes.
-Lo preguntaré –dijo Clary, suspirando.
-Será mejor que lo hagas. –Dorothea cerró el abanico de golpe con un movimiento de muñeca.
La sensación de Clary de que algo no iba bien no hizo más que acrecentarse cuando llegó a la puerta del apartamento. Estaba sin cerrar con llave, algo entreabierta, derramando un haz de luz en forma de cuña sobre el rellano. Con una sensación de creciente pánico, empujó la puerta para abrirla del todo.
Dentro del apartamento, las luces estaban prendidas: todas las lámparas refulgían encendidas en toda su luminosidad. El resplandor le hirió los ojos.
Las llaves y el bolso rosa de su madre estaban sobre el pequeño estante de hierro forjado situado junto a la puerta, donde siempre los dejaba.
-¿Mamá? –llamó-. Mamá, estoy en casa.
No hubo respuesta. Entró en la sala. Las dos ventanas estaban abiertas, con metros de diáfanas cortinas blancas ondulando en la brisa, igual que fantasmas inquietos. Únicamente cuando el viento amainó y las cortinas se quedaron quietas, advirtió Clary que habían arrancado los almohadones del sofá y los habían desperdigado por la habitación. Algunos estaban desgarrados longitudinalmente, con las entrañas de algodón derramándose sobre el suelo. Habían volcado las estanterías y esparcido su contenido. La banqueta del piano estaba caída de costado, abierta como una herida, con los queridos libros de música de Jocelyn desparramados por el suelo.
Lo más aterrador eran los cuadros. Cada uno de ellos había sido cortado del marco y rasgado a tiras, que estaban esparcidas por el suelo. Sin duda lo habían hecho con un cuchillo; resultaba casi imposible romper una tela con las manos. Los marcos vacíos parecían huesos pelados. Clary sintió que un grito se alzaba en el interior de su pecho.
-¡Mamá! –chilló-. ¿Dónde estás? ¡Mami!
No había llamado “mami” a Jocelyn desde que cumplió los ocho.
Con el corazón desbocado, corrió al interior de la cocina. Estaba vacía; las puertas de los armarios, abiertas; una botella de salsa de Tabasco rota vertía picante líquido rojo sobre el linóleo. Sintió las rodillas como si fueran bolsas de agua. Sabía que debía salir corriendo del apartamento, llegar hasta un teléfono, llamar a la policía. Pero todas aquellas cosas parecían distantes; primero necesitaba encontrar a su madre, necesitaba ver que estaba bien. ¿Y si habían entrado ladrones y su madre se había defendido…?
“¿Qué clase de ladrones no se llevarían el billetero, o la tele, o el reproductor de DVD, o los caros portátiles?”, pensó.
Estaba ya ante la puerta del dormitorio de su madre. Por un momento pareció como si esa habitación, al menos, hubiera permanecido intacta. La colcha de flores hecha a mano de Jocelyn estaba cuidadosamente doblada sobre el edredón. El propio rostro de Clary sonreía desde lo alto de la mesita de noche, con cinco años y una sonrisa desdentada enmarcada por unos cabellos rojizos. Un sollozo se alzó en el pecho de Clary.
“Mamá –lloró interiormente-, ¿qué te ha sucedido?”
El silencio le respondió. No, no silencio; un ruido atravesó el apartamento, poniéndole de punta los cabellos del cogote. Era como si derribaran algo, un objeto pesado chocando contra el suelo con un golpe sordo. El golpe sordo fue seguido por un sonido deslizante, de algo al ser arrastrado… e iba hacia el dormitorio. Con el estómago contraído por el terror, Clary se irguió apresuradamente y se volvió despacio.
Por un momento le pareció que el umbral estaba vacío, y sintió una oleada de alivio. Luego miró abajo.
Estaba agazapada en el suelo; era una criatura larga y cubierta de escamas, con un ramillete de planos ojos negros colocados justo en el centro de la parte delantera de su cráneo abovedado. Parecía un cruce entre un caimán y un ciempiés; tenía un hocico grueso y plano, y una cola de púas que restallaba amenazadora de lado a lado. Múltiples patas se contrajeron debajo de la criatura mientras ésta se preparaba para saltar.
Un alarido brotó de la garganta de Clary, que se tambaleó hacia atrás, tropezó y cayó, justo cuando la criatura se abalanzaba sobre ella. Rodó a un lado, y el animal no la alcanzó por cuestión de centímetros, y resbaló sobre el suelo de madera, en el que sus zarpas abrieron profundos surcos. Un gruñido sordo borboteó de la garganta del animal.
Clary se incorporó a toda prisa y corrió hacia el pasillo, pero la cosa era demasiado rápida para ella. Volvió a saltar, aterrizando justo encima de la puerta, donde se quedó colgada igual que una maligna araña gigante, mirándola fijamente con su ramillete de ojos. Las mandíbulas se abrieron lentamente para mostrar una hilera de colmillos que derramaban baba verdosa. Una lengua larga y negra se agitó hacia el exterior por entre las fauces, mientras la cosa gorjeaba y siseaba. Horrorizada, Clary comprendió que los ruidos que aquello emitía eran palabras.
-Chica –siseó-. Carne. Sangre. Para comer, ah, para comer.
El monstruo empezó a deslizarse lentamente pared abajo. Alguna parte de Clary había pasado más allá del terror a una especie de inmovilidad glacial. La cosa estaba sobre sus patas ahora, arrastrándose hacia ella. Retrocediendo, la muchacha agarró un pesado marco con una fotografía de la cómoda que tenía al lado –ella misma, junto con su madre y Luke en Coney Island, a punto de montar en los autos de choque- y se la arrojó al monstruo.
La fotografía lo alcanzó en la región abdominal y rebotó, golpeándole suelo con el sonido de cristal haciéndose añicos. La criatura no pareció notarlo. Siguió hacia ella, con el cristal roto astillándose bajo sus patas.
-Huesos, para triturar, para succionar el tuétano, para beber las venas…
La espalda de Clary golpeó la pared. No podía retroceder más. Notó un movimiento contra su cadera y casi saltó fuera de sí. El bolsillo. Hundió la mano dentro y sacó el objeto de plástico que le había cogido a Jace. El sensor se estremecía, igual que un teléfono móvil puesto en modo vibración. El duro material resultaba casi dolorosamente caliente en su palma. Cerró la mano alrededor del sensor justo cuando la criatura saltaba.
La bestia se precipitó contra ella, derribándola al suelo; la cabeza y los hombros de Clary chocaron contra éste. Se retorció lateralmente, pero esa cosas era demasiado pesada. Estaba encima de ella, un peso opresivo y viscoso que hacía que sintiera náuseas.
-Para comer, para comer –gimió la cosa., Pero no está permitido, tragar, saborear.
El abrasador aliento que le caía sobre el rostro apestaba a sangre. Clary no podía respirar. Las costillas parecían a punto de hacérsele pedazos. Tenía el brazo inmovilizado entre el cuerpo y el monstruo, con el sensor clavándosele en la palma. Se retorció, intentando liberar la mano.
-Valentine nunca lo sabrá. No dijo nada sobre una chica. Valentine no se enojará.
La boca sin labios se contorsionó cuando las fauces se abrieron, lentamente, y una oleada de ardiente aliento apestoso cayó sobre el rostro de Clary.
La mano de la muchacha quedó libre, y con un alarido, golpeó a la bestia, deseando machacarla, cegarla. Casi había olvidado el sensor, pero cuando la criatura se le abalanzó hacia el rostro, con las fauces de par en par, lo incrustó entre sus dientes. Sintió cómo la baba, caliente y ácida, le cubría la muñeca y le caía en gotas abrasadoras sobre la piel al descubierto del rostro y la garganta. Como desde muy lejos, se oyó a sí misma chillar.
Casi sorprendida, la criatura se echó violentamente hacia atrás con el sensor alojado entre dos dientes. Gruñó con un pastoso zumbido enojado, y echó la cabeza hacia atrás. Clary la vio tragar, vio el movimiento de la garganta.
“Soy la siguiente –pensó, aterrorizada-. Soy…”
De repente, la bestia empezó a contorsionarse. Presa de espasmos incontrolables, rodó fuera de Clary y sobre la espalda, con las múltiples patas agitándose en el aire. Un fluido negro le brotó de la boca.
Dando boqueadas, Clary rodó sobre sí misma y empezó a gatear, alejándose de la criatura. Casi había alcanzado la puerta cuando oyó que algo silbaba en el aire cerca de su cabeza. Intentó agacharse, pero fue demasiado tarde. Un objeto chocó violentamente contra su nuca, y ella se desplomó, sumiéndose en la oscuridad.
A través de sus párpados se abría paso una luz azul, blanca y roja. Se oía un agudo gemido, que se tornaba cada vez más agudo, como el grito de un niño aterrado. Clary tomó aire y abrió los ojos.
Estaba tumbada sobre una hierba fría y húmeda. El cielo nocturno ondulaba en lo alto, el brillo peltre de las estrellas desteñido por las luces de la ciudad. Jace estaba arrodillado a su lado, con los brazaletes de plata de las muñecas lanzando destellos luminosos, mientras rompía a tiras el trozo de tela que sostenía.
-No te muevas.
El lamento amenazaba con partirle los oídos, así que Clary volvió la cabeza lateralmente, desobediente, y fue recompensada con una cortante punzada de dolor que le descendió veloz por la espalda. Estaba tendida sobre un trozo de césped, detrás de los cuidados rosales de Jocelyn. El follaje le ocultaba en parte la visión de la calle, donde un coche de policía, con la barra de luz azul y blanca centelleando, se hallaba detenido sobre el bordillo, haciendo sonar la sirena. Un pequeño grupo de vecinos se había reunido ya, mirando con atención mientras la portezuela del coche se abría y dos oficiales en uniforme azul descendían de él.
La policía. Intentó incorporarse y volvió a sentir arcadas, los dedos se le contrajeron sobre la tierra húmeda.
-Te dije que no te movieras –siseó Jace-. Ese demonio rapiñador te alcanzó en la parte posterior del cuello. Estaba medio muerto, de modo que no fue un gran picotazo, pero tenemos que llevarte al Instituto. Quédate quieta.
-Esa cosa…, el monstruo…, hablaba. –Clary temblaba sin poderse contener.
-Ya has oido hablar a un demonio antes.
Las manos de Jace se movían con delicadeza mientras le deslizaba la tira de tela bajo el cuello y la anudaba. Estaba embadurnada con algo ceroso, como el ungüento de jardinero que su madre usaba para mantener suaves las manos, maltratadas por la pintura y la trementina.
-El demonio del Pandemónium…parecía una persona.
Era un demonio eidolon. Un cambiante. Los rapiñadores parecen lo que parecen. No son muy atractivos, pero son demasiado estúpidos para que les importe.
-Dijo que iba a comerme.
-Pero no lo hizo. Lo mataste. –Jace finalizó el nudo y se recostó
Con gran alivio para Clary, el dolor en la parte posterior del cuello se había desvanecido. Se incorporó para sentarse.
-La policía está aquí. –Su voz era como el croar de una rana-. Deberíamos…
-no hay nada que puedan hacer. Probablemente alguien te oyó gritar y los llamó. Diez a uno a que esos no son auténticos agentes de policía. Los demonios saben cubrir sus huellas.
-Mi madre –dijo Clary, obligando a las palabras a salir a través de la garganta inflamada.
-Hay veneno de rapiñador circulando por tus venas justo en estos momentos. Estarás muerta en una hora si no vienes conmigo.
Se puso en pie y le tendió una mano. Ella la tomó, y él la levantó de un tirón.
-Vamos.
El mundo se ladeó. Jace le pasó una mano por la espalda, sosteniéndola. El muchacho olía a polvo, sangre y metal.
-¿Puedes andar?
-eso creo.
Clary echó una ojeada a través de los rosales llenos de flores. Vio cómo la policía ascendía por el camino. Uno de ellos, una mujer delgada, sostenía una linterna en una mano. Cuando la alzó, Clary vio que la mano estaba descarnada; era una mano esquelética terminada en afilados huesos en las puntas de los dedos.
-Su mano…
-Te dije que podían ser demonios. –Jace echó un vistazo a la parte trasera de la casa-. Tenemos que salir de aquí. ¿Podemos pasar por el callejón?
Clary negó con la cabeza.
-Está tapiado. No hay salida…
Sus palabras se disolvieron en un ataque de tos. Alzó una mano para taparse la boca, y cuando la apartó estaba roja. Lanzó un gemido.
Jace le agarró la muñeca y se la giró de modo que la parte blanca y vulnerable de la cara anterior del brazo quedara al descubierto bajo la luz de la luna. Tracerías de venas azules recorrían el interior de la piel, transportando sangre envenenada al corazón y al cerebro. Clary sintió que las rodillas se le doblaban. Jace tenía algo en la mano, algo afilado y plateado. Intentó retirar la mano, pero él la sujetaba con demasiada fuerza. Sintió un punzante beso sobre la piel. Cuando el muchacho la soltó, vio pintado un símbolo negro como los que le cubrían a él la piel, justo bajo el pliegue de la muñeca. Parecía un conjunto de círculos que se solapaban.
-¿Qué se supone que hace eso?
-Te ocultará –respondió él-. Temporalmente.
Deslizó la cosa que Clary había creído que era un cuchillo dentro del cinturón. Era un largo cilindro luminoso, grueso como un dedo índice y que se estrechaba hasta terminar en punta.
-Mi estela –dijo él.
Clary no preguntó qué era eso. Estaba ocupada intentando no caerse. El suelo se balanceaba bajo sus pies.
-Jace –dijo, y se desplomó contra él.
Él la sujetó como si estuviera acostumbrado a sujetar a jovencitas que se desmayaban, como si lo hiciera todos los días. A lo mejor así era. La cogió en brazos, diciéndole algo al oído que sonó parecido a “Alianza”. Clary echó la cabeza atrás para mirarle, pero sólo vio las estrellas dando volteretas laterales en el cielo oscuro sobre su cabeza. Entonces desapareció el fondo de todas partes, y ni siquiera los brazos de Jace a su alrededor fueron suficientes para impedirle caer.
Obsesionadamente visto por
Bella4ever
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